lunes, 25 de junio de 2012
Problemas de método en el libro de Naya Despradel
Uno de los problemas de método del libro de Naya Despradel titulado “Pilar y Jean. Investigación de dos muertes en la Era de Trujillo” reside en que la única fuente primaria para concluir en que el deceso del teniente Jean Awad Canaán fue un accidente de automóvil fortuito: el testimonio de Lorenzo Sención Silverio. También saca la misma conclusión en cuanto a la muerte accidental de Pilar Báez de Awad en la sala de parto de la Clínica Abreu basada en las declaraciones de dos fuentes primarias, los doctores Alfonso Simpson y Jordi Brossa, partes interesadas, pues nadie está obligado, por ley, a auto incriminarse.
Ni por asomo sugiero que el entonces teniente de puesto en San Juan de la Maguana, Sención Silverio, amigo de la víctima, y quien le acompañó en el viaje desde esa localidad hasta Las Matas de Farfán y luego a Guayabal y de ahí a la ruta inversa, haya mentido; ni tampoco que el testimonio del pelotero Manuel Valenzuela sea falso; ni que sean falsos los testimonios de los doctores Simpson y Brossa. En el contexto de la dictadura, las apariencias de los hechos era lo que esta permitía conocer y obligar a decir a un sujeto, pero esas verdades puestas a circular en los medios no son suficientes para dejar cerrado el caso de la muerte del teniente Awad. Todos estos testigos dijeron lo que sabían y habían visto. Pero Awad se sabía hombre muerto. Por eso dejó la foto para su hija. Quizá el SIM de Johnny Abbes no planeó aquel día la muerte de Awad. Pero ella sirvió de advertencia. Quizá el accidente le ahorró el trabajo a Abbes. Pero de que esa muerte, accidental o no, iba suceder, júrelo usted.
En primer lugar, el método se debilita por la confianza excesiva en fuentes únicas y sin posibilidad de contrastar esos testimonios con los de otros sujetos, debido a que solamente dos testigos que acompañaron al joven militar en aquel viaje, quedaron vivos. Son las palabras de ellos contra las de nadie. Pero palabras acerca de un caso ocurrido en la etapa más violenta de la dictadura y donde los asesinatos simulados como accidentes automovilísticos estaban a la orden del día tanto en La Habana, México, Centroamérica, Estados Unidos y Venezuela como Ciudad Trujillo, luego de que los servicios de espionaje de Trujillo alcanzaran el máximo de eficacia, precisión y secreto político, gracias a la pericia del general Arturo Espaillat, graduado de West Point y verdadero creador del servicio de inteligencia moderno, y de Johnny Abbes, coronel sin haber sido nunca militar, quien le aportó al SIM cinismo, malicia, terror, conocimiento estratégico de los pasos de los adversarios de Trujillo y la implacable pragmática de ahorro, economía y menor esfuerzo al asesinato en el país y el extranjero al precio del máximo secreto de los participantes en esos delitos de lesa humanidad.
Otro problema de método de la obra de Despradel es su apego a una ideología racionalista que atribuye a la historia y a las demás disciplinas científicas o humanistas una pretendida búsqueda de la verdad, desde la Antigüedad hasta nuestros días, cuando en realidad, a partir de la lingüística y la teoría moderna del discurso inventada por Émile Benveniste y perfeccionada por la poética del pensar de Henri Meschonnic, solo existe el punto de vista. Esto, en razón de que tanto la historia como las demás disciplinas humanísticas son prácticas que se expresan solamente en discursos. Y este libera sentidos múltiples que incluyen la mentira, la verdad, los intereses, la pertenencia de clase, lo cultural y las relaciones de poder entre sujetos, etc. De ahí la dificultad de establecer la verdad. Solo hay puntos de vista, unos más coherentes que otros. Un ejemplo: Jesús ante Pilato le dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida…”, etc. Y Pilato le pregunta: ¿Y qué es la verdad? De los dos, fuera de dogmatismos religiosos, ¿quién tiene la verdad?
En el artículo anterior evoqué el caso de la tierra plana, la tierra que se mueve y la circulación de la sangre. Durante casi dos mil años fueron verdades inconmovibles. Pero todo eso era falso. Lo que no impidió que la tierra fuera esférica, que se moviera y que la sangre circulara. Señalé también el peligro a que se exponían quienes opinaran contrario a esos dogmas establecidos por el consenso de las sucesivas generaciones.
Pongo un ejemplo de verdad consensuada por el estatus quo dominicano ¡y pobre de aquel que sostenga lo contrario!: Todos los historiadores dominicanos, excepto Américo Lugo, Moscoso Puello y Rafael Augusto Sánchez, opinan que el 27 de febrero de 1844 los trinitarios crearon la nación dominicana. Jimenes Grullón, Pérez Cabral y Bosch mantienen una pizca de escepticismo.
Pero de los rasgos distintivos que caracterizan a una nación moderna (por ejemplo, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Alemania, Holanda, Suiza, los países escandinavos), es decir, ausencia de clientelismo y patrimonialismo, presencia del Estado de Derecho, ejercicio de la soberanía a través del control de la territorialización, el disfrute de la ciudadanía, la juridificación, la inclusión del pueblo en la creación del Estado nacional y una decena más de rasgos pertinentes, entre los que figuran la vigencia efectiva de los derechos humanos, sociales, políticos, ecológicos y el reparto y distribución de las riquezas producidas por la República Dominicana a toda su población o clases sociales. Ninguno de esos rasgos están presentes en el caso del Estado autoritario creado en 1844 por el brazo armado y centralizador de Pedro Santana.
Esa verdad de que la nación dominicana existe, o más grotescamente de que somos un Estado nacional verdadero, solo la creen quienes se benefician económica y políticamente de ese mito. Un verdadero mito, pero una verdad impuesta desde pre primaria hasta la Universidad, lo cual no impide que los rasgos distintivos de nuestro Estado nacional verdadero estén completamente ausentes. Pero el consenso produce un mito en el cual cree toda la población, del mismo modo que hay todavía gente que dice que el sol sale, se acuesta o que atraviesa el cielo. A esa creencia en la existencia de nuestro Estado nacional le sucede lo mismo que a la teoría de la tierra plana, la tierra inmóvil y la sangre estática.
Todas las disciplinas científicas y humanísticas modernas reproducen, en cada país, en unos más grotescamente que en otros, el consenso universal de la verdad, gracias a lo discontinuo del signo, con su dualismo separador del lenguaje y la vida, el cuerpo y el espíritu, el sujeto y la historia, el signo y el poema. El discurso crítico o arte del pensar entendido como invención de una práctica nueva, inexistente hasta ese momento en una sociedad dada, es capaz de luchar contra ese concepto de verdad, unidad y totalidad y de trabajar los conceptos de discurso, sentidos múltiples y puntos de vista múltiples coherentes en todas las prácticas de sujetos.
Por tal razón, Américo Lugo nos prevenía que la historia sobre un hecho, un suceso o un período no podía escribirse hasta después de pasado el medio siglo y cuando hubiesen desaparecido del panorama los actores que le dieron forma a esos acontecimientos. Yo extendía un poco más allá ese período, del cual solo podemos escribir materiales de acarreo. Como en el caso de los sucesos ocurridos en la Era de Trujillo, cuyo secreto bien guardado por todos los participantes en aquellos desmanes durante más de 35 años formó un bloque monolítico contra toda aireación pública de asesinatos, violaciones, robos, saqueos y violencia.
Según el testimonio de Eduardo García Vásquez, vimos el involucramiento del teniente Awad en la conjura del 30 de mayo junto a su suegro Báez Díaz y De la Maza.
Basta con echar una ojeada a los libros de Bernardo Vega sobre los crímenes nacionales e internacionales de Trujillo (Sergio Bencosme, Mauricio Báez, Pipí Hernández, Tancredo Martínez, Andrés Requena, Galíndez, Almoina, las Mirabal, Marrero Aristy, por ser los más sonados), para darse cuenta de que detrás de cada una de esas muertes hubo otro séquito de muertes de quienes participaron en esos crímenes, a fin de no dejar la menor huella. Uno de los especialismos de Abbes fue, con ayuda de cubanos y mexicanos, el accidente automovilístico simulado.
Esperemos los papeles escondidos en los sótanos de los archivos de las Cancillerías y consulados extranjeros, esperemos los papeles, así sea dentro de cincuenta años más o un siglo, para estudiar, incluso con el testimonio de la correspondencia privada (pues ya se nos han muerto los que participaron de la vida trujillista) para saber los detalles de los crímenes políticos de la dictadura que permanecen dormidos en espera del investigador que sepa tañer el arpa del arte de pensar.
¿Por qué todo el que participó como actor principal de la dictadura trujillista guardó silencio total sobre los hechos en que participó? Un día alguien instó a Emilio Rodríguez Demorizi a escribir sus memorias a fin de que contribuyera a aclarar la mente de las nuevas generaciones. Y él, muy gran señor, contestó: ¿Quiere usted que escriba de las indignidades en las que participé? Por eso las memorias de gente como Balaguer o Álvarez Pina son cortinas de humo para justificarse o ajustar cuentas.
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