viernes, 25 de mayo de 2012

La intrahistoria en Manolo, de Edwin Disla


En literatura, el concepto de intrahistoria se le debe a Unamuno y quedó esbozado en el artículo anterior cuando evoqué lo que le ocurrió al conde Hugolino y sus hijos en La divina comedia de Dante.

En la novela Manolo pertenecen a la intrahistoria las acciones, reales o ficticias, de los personajes reales y sus discursos a cuales el historiador no tuvo acceso por no estar ahí cuando se produjeron y que una memoria vicaria los refirió. Los discursos y las acciones de los personajes reales de la novela son intrahistoria siempre que se produjeran en el espacio de lo particular privado o íntimo donde nadie tuvo acceso, excepto los protagonistas.

Existe otro espacio que no es tan particular privado, pero es de secreto altamente político: el comité central, el comité político y los lugares de reuniones de la Infraestructura, aquella especie de buró militar que logró, con la estrategia y las tácticas que desarrolló, imponer el levantamiento guerrillero como la política oficial del partido 14 de Junio, al cual controló y llevó a su desaparición, tal como se lo propuso la contra-insurgencia local e internacional luego de que Manolo le revelara al adversario, en el mitin del parque Independencia, que estaba dispuesto a subir a las escarpadas montañas de Quisqueya si la reacción intentaba derribar el orden constitucional o atacara su movimiento revolucionario.

Ese momento es el núcleo central de la novela de Disla y a esas reuniones y largas discusiones tanto de la Infraestructura y sus miembros, individual o colectivamente, asistirá el narrador al adoptar diferentes planos (omnisciente, semi-omnisciente, memoria vicaria a través de las grabaciones hechas a quienes participaron en aquellos acontecimientos o la creación de personajes ficticios como Sergio y Tito). Otras veces hará lo mismo con las reuniones del comité central y los miembros de este último que se opusieron desde siempre a la Infraestructura y las pretensiones de sus miembros más guerreristas que apoderarse del partido, aislar a Manolo Tavárez y a quienes le apoyaban con la tesis inicial, derrotada luego, de que no existían en ese 1.962-63 condiciones subjetivas y objetivas para lanzar una guerra de guerrillas tumbaran a Bosch o no.

El anuncio de Manolo en el parque Independencia no solo le sirvió en bandeja de plata a la contra-insurgencia local e imperial norteamericana para tenderle la trampa al líder y al 14 de Junio para que alzaran en armas y así aniquilarlos de por vida, sino que también le vino como anillo al dedo al sector foquista de la Infraestructura para obligar al líder del partido a subir a la loma, so pena de denunciarle como traidor y cobarde ante la opinión pública si no cumplía con su palabra de escalar las escarpadas montañas de Quisqueya.

Bernardo Vega ha señalado, a posteriori, como real el pánico que tenían los norteamericanos de que en el Caribe se instaurara un segundo régimen castrista. La República Dominicana era el país candidato por excelencia. De ahí los informes hiperbólicos de los servicios de inteligencia norteamericanos sobre comunistas infiltrados en el gobierno de Bosch y la conjetura de que si se celebraran las elecciones en ese momento de más impopularidad de Bosch, el 14 de Junio las ganaría por amplio margen, así como la manipulación de los actores del frente interno (partidos conservadores, Iglesia católica, empresariado y militares) como agitadores de las manifestaciones de reafirmación cristiana.

Todo esto explica la penetración de agentes de la CIA y de informantes criollos en los partidos de izquierda, especialmente en el 14 de Junio para acorralar al partido y forzarlo a levantarse en armas contra el Triunvirato y llevar a cabo la estrategia trazada de asesinar a Manolo Tavárez y a todos aquellos líderes que pudieran, luego del fracaso de la guerrilla, asegurar la supervivencia del 14 de Junio. Es a través de toda esta intrahistoria que secreta que el narrador guía al lector y le introduce en todas las reuniones donde se debatieron los dos puntos centrales y opuestos de los bandos en pugna, es decir, los miembros de la Infraestructura, llamados los supersabios, y las tendencias moderadas y conciliadores que se propusieron impulsar el crecimiento del partido a escala nacional mientras esperaban, con la crisis que produciría el golpe en contra de Bosch, la agudización de las contradicciones de clases, creadoras de lo que ellos llamaban la maduración de las condiciones subjetivas y objetivas.

Manolo, novela intrahistórica de Edwin Disla


Antes de escribir su novela Manolo, la cual le tomó más de dos años, Edwin Disla leyó casi toda la teoría que se necesita para incursionar en el género en su vertiente histórica: Walter Scott, Dumas, Tolstoi, Lukacs…

¿Por qué quienes escribimos ficción estamos obligados a ser casi historiadores y quienes escriben gruesos libros acerca de temas históricos son sordos a la literatura?

Para los historiadores, la literatura es un adorno identificado con la fantasía, cuando no con la mentira. Así la usaban Rodríguez Demorizi y los demás historiadores trujillistas curtidos en la teoría positivista de la literatura. Su función era instrumental: corroborar un dato, pero con la desconfianza.

En cambio, quienes escribimos ficción navegamos en el discurso de los historiadores a nuestras anchas. Sabemos de antemano que lo que nos brindan es el cascarón de lo que sucedió, auxiliados siempre por gráficos, datos estadísticos intimidantes, el fetichismo de las fechas y el estereotipo metodológico común a todos: la búsqueda de la verdad y la objetividad.

Para el literato, no hay verdad ni objetividad en ningún tipo de discurso. Lo único que existe son puntos de vista, lo múltiple, la subjetividad total. Cuando el historiador se construya la misma teoría del sujeto y el poema, habrá entonces un diálogo libre entre historia y literatura puesto que ambas disciplinas implican, sin disolución posible, la teoría del lenguaje y el signo. Verán entonces los historiadores que no existe identidad entre los hechos y las palabras que los narran, ni hay ausencia entre estos, sino relación, en virtud del sentido.

Edwin Disla ha hecho esto en su novela. Transcribir más de 15 mil páginas de entrevistas sobre ese breve período que va de 1.959 a 1.963 y comprimir en 640 páginas, no la historia del 14 de Junio, sino ofrecer al lector los sentidos contradictorios de los discursos de los personajes reales o ficticios que contribuyeron al más grande fracaso de la izquierda dominicana. Ni los historiadores que han tratado el tema ni los protagonistas que quedaron vivos luego de aquel desastre han aportado respuestas dialécticas. Lo único que conocemos son relatos, testimonios y memorias edificantes o heroicas. Pero no el entramado de lo que sucedió. La novela de Disla ofrece ese entramado y las respuestas sobre aquel gran fracaso del cual no se levantará de aquí a un siglo la revolución, no ya socialista como la soñaron los catorcistas en armas en 1.963, sino los burgueses dominicanos incapaces de fundar un Estado nacional.

Antes de proseguir con la novela de Disla, para que se vea cómo los escritores no prescindimos de la historia, cito el discurso de Andrés L. Mateo al ingresar a la Academia Dominicana de la Lengua (Boletín 17, diciembre de 2.003, “El habla de los historiadores”, p. 123, donde relata una clase de Camila Henríquez Ureña en La Habana, extraída de La divina comedia y el “cuadro patético que pinta Dante “de la Italia de güelfos y gibelinos. Toda Florencia conocía el caso del conde Hugolino, encerrado junto a sus hijos hasta su total extinción en la torre de un viejo palacio.”

El relato de Andrés busca establecer la diferencia entre historia y literatura: “Se trataba de un acontecimiento que los historiadores registraban con minuciosidad, como parte de esa larga lucha que el pueblo italiano libró para forjar los caracteres del Estado nacional. Pero las crónicas históricas no podían decir qué ocurrió allí dentro después que los carceleros tapiaron la puerta. La historia se detenía en las puertas mismas del desenlace, y sólo después que Dante escribiera la historia ficticia del infierno, la imaginación contaría a los italianos los sinsabores del conde Hugolino, condenado eternamente a morder la cabeza de sus hijos en el infierno, porque en la desesperación del encierro, mirándoles caer uno a uno, había comido de sus carnes para sobrevivir él mismo un poco más de tiempo.”

La lección de Camila radicaba, dice Mateo, en enseñar a los estudiantes los límites entre el discurso del historiador y el discurso del escritor y las relaciones que vinculan a ambos: “A la historia le era imposible atravesar esa puerta cerrada. La historia no puede sino clausurarse a sí misma en el instante en que los verdugos condenaron la puerta para que el conde Hugolino muriera junto a sus hijos. Hasta ahí llega el dato, más allá de esa puerta cerrada nada ocurrirá para el historiador. La literatura, en cambio, para inyectar en lo real la dimensión de la ficción desbordada, tenía que derribarla.”

Eso es lo que hace Disla en su novela Manolo, derribar la puerta cerrada de la historia para ver qué pasó dentro del cerebro de todos los que idearon el más grande fracaso histórico de la izquierda dominicana.