sábado, 18 de agosto de 2012

TERCER MANIFIESTO DE LA POÉTICA





Por Charles Guignebert

§ 1
Las fuentes de la vida de Jesús

1. Los testimonios paganos

La carencia de testimonios paganos y judíos sobre la persona y la vida de Jesús parece inconcebible a gran número de nuestros contemporáneos. ¿Cómo ha podido pasar hasta ese grado inadvertido en su época un personaje que ha ocupado tal lugar en la historia, cuando menos por su descendencia espiritual? Esto es, dicen, inverosímil e increíble. Unos salvan la dificultad sosteniendo que el silencio de los textos sólo es aparente, y los otros persuadiéndose de que Jesús no ha tenido jamás sino una existencia supuesta, no siendo otra cosa que la personificación de un mito.

§ 2
Se necesita mucha buena voluntad y un gran deseo de aprender, a toda costa, algo, de quien no dicen nada, para encontrar en tres o cuatro pobres frases de Tácito, de Suetonio, de Plinio el Joven, de Celso, y hasta de un pretendido Pilato, la certeza de la existencia histórico de Cristo y algunas briznas de enseñanzas sobre su vida.

§ 3
Tácito (Anales, XV, 45) refiere que Nerón, importunado por los rumores infamantes que le atribuían el incendio de Roma (julio del 64), intentó descargar la responsabilidad de la catástrofe sobre aquellos a quienes el vulgo llamada cristianos. “Su nombre –añade– le venía de Cristo, quien bajo Tibero, fue enviado al suplicio por el procurador Poncio Pilato”. Diversos críticos, entre otros Drews, han pretendido demostrar que el pasaje en cuestión no era sino una interpolación debida a una pluma cristiana; pero no lo ha logrado, ya que un cristiano hjubiese hablado de sus hermanos en otro tono. Pero autenticidad no es en sí exactitud: ¿de dónde sacaba Tácito la afirmación de que Cristo había perecido de muerte violenta bajo Poncio Pilato? Se ha supuesto que había tenido conocimiento de un informe del procurador, depositado en los archivos del Estado. ¿Conocimiento directo? No es nada probable, ya que dichos archivos no se abrían para los particulares: lo sabemos por el propio Tácito. ¿Conocimiento indirecto, de oídas? Lo ignoramos. ¿No lo tendría por algún relato pagano, como las Historias de Plinio el Viejo, hoy perdidas? No se ha pensado en ello; por desgracia, no se trata más que de una hipótesis, y, por otra parte, no podemos dejar de preguntarnos si Plinio mencionaba la muerte de Jesús. Además, si la composición de los Anales se sitúa hacia el 115, es evidente que los elementos de la tradición cristiana referentes a la vida de Cristo debía de estar a la sazón lo bastante vulgarizados para que la información de Tácito dejase de ser eco de un rumor comúnmente aceptado. Basta con que tal cosa sea posible para que el crédito de nuestro texto quede anulado.

§ 4
La autoridad de Suetonio vale menos todavía. En su Vida de Claudio (cap. XXV) se lee: “Arrojó de Roma a los judíos que se agitaban sin tregua por instigación de Chrestus.” Parece ser que hoy se cree generalmente que este Chrestus era propio Cristo, de quien los fieles decía y repetían a porfía que residía y actuaba en medio de ellos. Bastaba para equivocar a un hombre mal informado que entendiese en sentido recto lo que ellos decían en espíritu.

§ 5
El texto de Suetonio puede contribuir a probar que había cristianos en Roma hacia el año 50, o sea, dos décadas después de la fecha tradicional de la muerte de Jesús, y que hacían en esta ciudad propaganda entre la judería; pero es incapaz de garantizar ni la muerte, ni aun la existencia histórica de Cristo.

§ 6
Bien conocida es la carta (Epístolas, X, 96) que Plinio el Joven, gobernador a la sazón de Bitinia, escribió al emperador Trajano, el año 112, acerca de los cristianos que descubría en torno suyo. En ella leemos que había hecho detener a cierto número de personas, las cuales le confesaron que se reunían antes del día para cantar a Cristo, como a un dios, un himno en estrofas alternadas. Se necesita sin duda una buena voluntad intrépida para hacer figurar este aserto en el número de los testimonios admisibles presentados en favor de la historicidad de Jesús.

§ 7
Celso, que, hacia 180, compuso contra los cristianos un libro cuya refutación hecha por Orígenes, a mediados del siglo siguiente, nos ha conservado, según parece, lo esencial, conocía, al menos sumariamente, la historia tradicional de Cristo, a la cual hace alusiones muy claras; pero como no ignoraba la literatura evangélica –cosa que vemos claramente– y como no hay nada que nos permite creer que disponia de otra fuente de información respecto a Jesús, lo que dice de este no prueba nada en sí y vale exactamente lo que pueda valer la tradición evangélica.

§ 8
Réstanos Pilato, cuyo testimonio sobre la Pasión han invocado gustosamente los cristianos, remitiendo a sus contradictores a una relación que se supone dirigida a Tiberio por el procurador. Justino, el primero, da el ejemplo de esta confianza en el documento oficial y Tertuliano sigue sus pasos de manera resuelta.

§ 9
La cuestión no está en saber si ha existido un informe de Pilato –se puede, si se quiere, conceder que es probable–, sino en dejar sentado que por lo menos uno de los cristianos que han afirmado la existencia de dicho informe lo ha visto, lo ha conocido realmente. Ahora bien, todo tiende a probar que Justino –tal vez el primero ha supuesto que existía, que Tertuliano ha creído a Justino por su palabra, sin más precauciones, y que después un falsario tardío, en los siglos IV o V, forjó, basándose en la autoridad de Tertuliano, el documento que ha llegado hasta nosotros, y en el cual, además, se reemplaza con el nombre de Claudio el de Tibero que es el que debía esperarse. Πόντιος Πιιλάτος Кλαυδίω χαίρειν, leemos, en efecto, al comienzo del escrito*. En todo caso, no podemos basar nada en un apócrifo indefendible. Otro tanto digo de la tan famoso cata de Léntulo, pretendido gobernador de Jerusalén, dirigida al senado y al pueblo romano, acerca de la persona y la enseñabnza de Jesús. Se trata de una superchyería ridícula de origen medieval que todavía sigue, en nuestros días, engañando a algunos.

§ 10
Repito que haríamos mal en asombrarnos de la aflictiva indigencia de estos testimonios profanos: los paganos del siglo I y de la primera mitad del II no tenían los mismos motivos que nosotros para interesarse en Jesús. Sin duda, en su mayor parte, y desde la época de los primeros Antoninos, habían oído pronunciar su nombre, acompañado de diversas calumnias y de cuentos absurdos; pero por lo demás, ni en su nacimiento en una aldea remota de Galilea, de una familia humilde perteneciente a la raza judía despreciada y envilecida, ni en su breve e insignificante carrera, terminada por un golpe trivial de autoridad, ni en una enseñanza que tanto por su fondo como por su forma no tenía por qué interesar a los griegos y a los romanos, había nada que pudiese retener la atención de un historiador del siglo, si una casualidad cualquiera la hubiese despertado por un instante. Basta, para convencerse de ello, ver con lo que Tácito se contenta. Sólo en la segunda mitad del siglo V, será cuando ante el crecimiento de la Iglesia, se avivará la curiosidad de los hombres de estudio; pero entonces esta atenderá mucho más a la doctrina y a la vida de los cristianos que la persona histórica de su Señor.

§ 11

II Los testimonios judíos

Sorprende mucho más el silencio de los escritores judíos acerca de Jesús. Tenemos a Filón de Alejandría, un hombre cuyo horizonte era ciertamente muy amplio, un hombre muy instruido y activo a favor de Israel. Había nacido treinta años antes del comienzo de la era cristiana y no murió hasta cincuenta y cuatro años después. Ahora bien, en más de cincuenta tratados que nos han quedado de él, es imposible descubrir ni siquiera una alusión a Jesús o a sus fieles. Se ha hecho notar que Alejandría, donde él vivía, no mantenía tal vez muchas relaciones con Galilea; que la atención de un filósofo no tenía por qué fijarse en los movimientos del fanatismo popular, entre los cuales, sin duda, se contaba la aparición de Jesús, de quien pudo no saber nada o despreciarlo lo bastante para no hablar de él. Admitamos esta verosimilitud. Pero tenemos también a Justo de Tiberíades, nacido en Galilea por la época en la que se dice que Jesús murió; Justo de Tiberíades vivió en la comarca, entre los hombres a quienes imaginamos conmovidos aún por la predicación evangélica, hombres a quienes animó y mandó durante su rebelión contra Roma; ahora bien, en ninguna de sus dos grandes obras, una historia de la guerra de la independencia y una crónica que comprendía desde Moisés a Agripa II (muerto en 100 d. de C.), ocupaba Jesús el menor lugar. Positivamente lo atestigua Focio que conocía ambos libros. ¿Tenemos más suerte con Josefo, el gran cronista judío, nacido en 37 ó 38 y muerto a finales del siglo, hombre perfectamente al corriente de las cosas de Galilea? Todavía se sigue diciendo algunas veces. En sus Antigüedades judías (XVIII, 3), leemos esta asombrosa página: “En aquel tiempo, vivió Jesús, hombre prudente y sabio, si es que se le puede llamar hombre, pues realizó obras maravillosas y enseñó a los hombres que reciben con gozo la verdad. Y arrastró tras sí a no pocos judíos y a no pocos griegos. Este era el Mesías (ό Χριστός οϋτος ήν). Y los principales de entre nosotros lo denunciaron. Pilato lo hizo crucificar, pero aquellos que lo habían amado desde el primer momento no renunciaron a él. Porque se les apareció después de haber vuelto a la vida al tercer día. Los profetas divinos, por lo demás, habían predicho esto de él y otros muchos prodigios. Todavía existe hoy la raza de los cristianos, que han recibido de él su nombre.” He subrayado las frases que un judío no hubiese escrito jamás, a menos de correr inmediatamente después a ser bautizado. La deslumbrante inverosimilitud de dichas frases fue denunciada a principios del siglo XVIII por un filólogo suizo llamado Otto, y hoy todos los críticos las ven tales como son. Sin embargo, la discusión permanece abierta sobre la cuestión de saber si nos encontramos en presencia de un auténtico trozo de Josefa, ampliado por un cristiano, o de una simple superchería cristiana. Por mi parte, me atengo a esta segunda opinión.

§ 12
Concedo que el estilo de Josefo está hábilmente imitado, lo cual tal vez no era muy difícil; pero el pequeño desarrollo, incluso corregido como se propone, corta el hilo del discurso en el cual se ha introducido. Y, si la falsificación es antigua, ya que Eusebio, a principios del siglo IV, conocía nuestro texto y lo aceptaba confiado, los más antiguos Padres de la Iglesia la ignoraron. Orígenes, por ejemplo, nos dice que Josefo no creía que Jesús fuese el Mesías; lo cual quiere decir que no leía, en su ejemplar de las Antigüedades judías, el ό Χριστός οϋτος ήν que más arriba he subrayado. Acaso esté permitido deducir de esto que cuando la interpolación se impuso fue en la segunda mitad del siglo III.

§ 13
Todavía encontramos en otro pasaje de las Antigüedades (XX, IX, 1), una pequeña frase en la que figura el nombre de Jesús. Refiriéndose a Santiago, dice que era “el hermano de Jesús llamado Cristo” (τόν άδελφόν ’Іησοϋ τοϋ λεγομένου Χριστνϋ). Para que Josefa, dicen, nombrase aquí a Jesús como de paso y sin insistir, era preciso que hubiese ya hablado de él antes y con detalles. Este argumento sólo valdría en el caso de que la autenticidad de la alusión no dejase lugar a dudas, Se trata de hacer que la apoye Orígenes, quien, según se pretende, la conoció y se refiere a ella por tres veces. Pero lo que, por tres veces recuerda Orígenes, siguiendo a Josefo, es la muerte de Santiago, hermano de Jesús llamado Cristo, y como, las tres veces, acompaña a esta referencia, siempre según Josefo –dice él–, la mención de los castigos divinos que la muerte del Justo acarreara a los judíos y de los cuales no dice una palabra nuestro texto de las Antigüedades (XX, IX, 1), hay motivos para creer que Orígenes disponía de una edición muy diferente de la nuestra y fuertemente cristianizada. Se ha objetado que pudo citar de memoria y mezclar a sus reminiscencias de Josefo recuerdos procedentes de Hegesipo, el cual establece en efecto una relación entre la muerte de Santiago y la ruina de la Ciudad santa. Es fácil de decir; pero a mí me cuesta trabajo creer que Orígenes haya cometido por tres veces la misma confusión.

§ 14
El pasaje de Hegesipo en el que Orígenes puede haber pensado, lo conocemos por Eusebio (H. E. II, XXIII, 4 sigs.) Ahora bien, el mismo Eusebio cita (H. E., II, XXIII, 20) como de Josefo una frase totalmente análoga a la que Orígenes parece haber conocido y que no figura en nuestros manuscritos. Se ha dicho que pudo haberla tomado sencillamente de Orígenes, pero yo no lo creo en absoluto ya que la anuncia como una cita directa, y algunas menudas diferencias con relación al Contra Celso, I, 47, demuestran que no nos engaña. Y, al comprar los tres pasajes precitados de Orígenes, se advierte sin trabajo que no ha alterado en modo alguno sus recuerdos o confundido sus referencias, sino que, las tres veces, se ha remitido a su Josefo, que no era idéntico al nuestro.

§ 15
Me parece verosímil que Josefo no nombrase a Jesús en parte alguna, y que los cristianos –y tal vez también los judíos, con un ánimo distinto– se afligiesen y asombrasen pronto de este silencio, remediándolo lo mejor que pudieron por medio de retoques realizados en diversas épocas y en diversos lugares sobre manuscritos diferentes del cronista judío. Así se explica que Orígenes no hubiese leído en su ejemplar de las Antigüedades el texto de XVIII, III, 3 que he traducido más arriba, en tanto que Eusebio lo encontraba en el suyo; que el mismo Orígenes, y Eusebio después de él, hayan leído en otro contexto distinto al nuestro la mención de Cristo que nuestros manuscritos dan en Antigüedades, XX, IX, 1, y también que hayan podido encontrarse en otras partes pretendidos fragmentos de Josefo relativos al cristianismo.

§ 16
Tal sería el fragmento que viene a decir así: “Josefo, vuestro historiador, que ha hablado de Cristo como de un hombre justo y bueno, marcado con la gracia divina, el cual, con sus milagros y prodigios, benefició a muchos.” Tales serían también los fragmentos traducidos al alemán y publicados por Berendts en 1906, de un texto viejo eslavo.

§ 17
Parecía haberse llegado a un acuerdo sobre su falta de autenticidad en el tiempo de su publicación, a consecuencia de un estudio de Schürer, considerado como decisivo por la casi totalidad de los críticos, pero recientemente, Roberto Eisler ha apelado de este juicio y ha consagrado a rehabilitar el Josefo eslavo una tenacidad meritoria, servida por una erudición muy extensa y un ingenio inagotable. Ha hecho algunos prosélitos, uno de ellos Salomón Reinach; pero, hasta ahora, que yo sepa, no ha convencido a ninguno de los cristianizantes a quienes hubiese debido comenzar por convertir. Por mi parte, declaro sin ambages que las conclusiones de Eisler me parecen inaceptables y que el método por el cual llega a ellas es, a mi juicio, la negación misma de la crítica y de la historia. Por lo demás, tendré ocasión, en el curso de esta obra, de dar mi opinión sobre algunas de las afirmaciones que rechazo aquí en bloque.

§ 18
Sin extraviarse hasta caer en la paradoja y sostener, como se ha hecho, que el silencio de Josefa es tal vez la mejor garantía que tenemos de la existencia de Jesús, es posible descubrirle bastantes buenas razones.

§ 19
Digamos ante todo que Josefo no es naturalmente escrupuloso; en absoluto. Según parece, redacto su Guerra judía al principio para uso de sus compatriotas y en su lengua; pero no es esta la versión en que ha llegado hasta nosotros, ya que Eisler no nos ha convencido de que el pretendido Josefo eslavo nos suministre sus más importantes pasajes. La que poseemos, es una obra destinado a los greco-romanos y que, consagrada a disponer mejor su ánimo con respecto a Israel y su religión, había de evitar que su atención se detuviese sobre lo que podía serles desagradable o antipático. Así, pues, vemos a nuestro apologista disfrazar de opiniones filosóficas las diversas concepciones religiosas de sus compatriotas, que corrían el peligro de que a los goyin les parecieran singulares; o desfigurar por completo la esperanza en la resurrección, tan viva a la sazón en Palestina, pero que sabía que repugnaba mucho a los occidentales. Sobre todo, se guardó de hablar a sus lectores del mesianismo, el cual, de un modo inevitable, hacía aparecer a los judíos como unos rebeldes irreconciliables. Apenas si, tanto en las Antigüedades como en la Guerra judía, es posible notar acá y allá algunas breves indicaciones referentes a la gran esperanza del pueblo judío; en estas obras se presenta a Juan Bautista con detalles bastante minuciosos, pero no se hace la menor alusión a su predicación mesiánica; suprimida la cual, su figura es ininteligible. A decir verdad, solo se trata de él con ocasión de las dificultades que la muerte del profeta creó al tetrarca Herodes Antipas (Ant., XVIII, V, 2). Sin embargo, Josefo está persuadido de que llegará un día en que todos los hombres acepten la Tora, y esta convicción se relacionado demasiado estrechamente con la esperanza mesiánica para no suponerla. Por esta razón, ha necesitado alguna audacia este vulgar tránsfuga para reconocer en la fortuna de Vespasiano la realización de las ilusiones mesiánicas que había alentado y sostenido la gran insurrección. ¿Por qué, pues, habría de detenerse en la aparición de uno de aquellos peligrosos iluminados que habían creído apoderarse de la quimera y de los que la autoridad romana se había desembarazado por medio del suplicio? Se advierte que Josefo conoció sin duda alguna la secta cristiana en Roma; si no dijo nada de ella, fue probablemente porque la juzgaba comprometedora para su pueblo, y eso ha podido impedirle hablar de Jesús.
§ 20

Más simplemente –y esta es la hipótesis que, entre todas, creo preferible–, pudo ocurrir que Josefo, lo mismo que Justo de Tiberíades, no estimase digno de atención el surgimiento de Jesús, a causa de que, de hecho, solo había tenido una importancia insignificante en la historia judía de su época. Por otra parte, hay otros personajes de peso –en nuestra opinión– a quienes Josefo no nombra siquiera, tales como Gamaliel, Hillel, Johanán ben Zakkai, y que, sin embargo, ofrecen todas las posibilidades haber tenido más importancia a sus ojos de la que jamás tuvo Jesús. Todo lo cual demuestra que no hay motivo para utilizar este silencio como argumento contra la existencia de Jesús.

§ 21
Se han buscado algunos datos precisos en la literatura rabínica, en la que a veces se habla de Jesús. Pero si bien las partes más antiguas del Talmud, compuestas de sentencias morales que se pretenden procedentes de la enseñanza de los viejos maestros, pueden ayudarnos a comprender la formación intelectual y religiosa del Nazareno, no nos enseñan nada acerca de su vida. Nos ayudan a ello en tan escasa medida como pudiera hacerlo una antología de las sentencias de Goethe, si se tratase de demostrar la existencia de Federico el Grande y de componer su biografía. Probablemente hacia el año 80 y, según dicen, a instigación del rabí Gamaliel II, se introdujo en las Dieciocho bendiciones (Shemoné Esré), oración que el judío piadoso debe repetir tres veces al día, una maldición contra los apóstatas y los minim. Se ha discutido abundantemente y se sigue discutiendo aún sobre la definición de los minim, de los que se ha podido sostener que eran los herejes en general, a causa de que el Talmud de Jerusalén habla de veinticuatro sectas de minim, pero es difícil negar que los herejes por excelencia sean desde hora temprana, a juicio de los doctores judíos, los cristianos. Los Padres de la Iglesia han sabido perfectamente que sobre quienes caía la maldición de la Sinagoga era sobre Cristo y lo suyos. La Sinagoga no nos entera de nada respecto a la persona de Jesús. Ya en el siglo II circulaba la leyenda judía del adulterio de María con el soldado Pantera o Pandera, leyendo que Celso conoce; y que se explica por la necesidad de dar una interpretación de polémica a la afirmación del nacimiento virginal de Cristo, pero que no representa ciertamente ninguna tradición autónoma. Lo mismo ocurre con las maledicencias injuriosas referentes a María que se encuentran en el Talmud.

§ 22
Porque en realidad, la leyenda talmúdica de Jesús, que no se completa antes del siglo V, no comenzó a formarse hasta la separación del cristianismo y del judaísmo, es decir, después de la constitución de la tradición cristiana, y es sencillamente una deformación infamante de la cual no puede aprovechar nada el historiador de Jesús

*La carta, en su texto griego, acompañado de una traducción latina y del pasaje de Tertuliano que nos interesa, en A. Harnack, Die Chronologie, 2 vols., 1897 y 1904, 605 y sigs., en traducción latina y alemana, en E. Hennecke, Neutest. Apokryphen. Tubinga y Leipozig, 1904, 76. La substitución de un nombre de emperador por otro, se explica probablemente por el hecho de que, en la antigüedad cristiana, hubo algunas dudas acerca de la fecha de la muerte de Jesús. Se había retenido, sin duda, el nombre de Pilatos, pero no se sabía bien en qué momento había gobernado Pilato la Judea. Algunos, bajo la influencia de Juan, VIII, 17, con el que nos volveremos a encontrar, creían que Cristo tenía ya cincuenta años cuando murió, y alteraban por lo tanto la fecha de este acontecimiento. La trasposición se encuentra en Ireneo, Demonstrario.







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