sábado, 18 de agosto de 2012

QUINTO MANIFIESTO




Por Charles Guignebert

III

EL LUGAR Y LA FECHA DE NACIMIENTO DE JESÚS
 
I. Nazaret o Belén

§ 1
     Lo que acabamos de decir respecto a la interpretación de Nazareno nos advierte desde el primer momento que el lugar del nacimiento de Jesús se encuentra en tela de juicio. También sin eso lo estaría, ya que nuestros Evangelios nos colocan frente a dos tradiciones contradictorias. Marcos no duda que Jesús naciera en Nazaret. Leemos en VI, I: “Y salió de allí y vino a su patria (είς τήν πατρίδα αΰτοϋ).” No se nombra la ciudad; pero no hay duda de que está situada en Galilea, ya que esta comarca es por la que circula Jesús en el momento en que se sitúa el episodio de su predicación en su patria: y, como sabemos por otra parte (I, 9) que es de Nazaret de donde Marcos le hace venir cuando va a ver al Bautista, dicha patria, ha de ser forzosamente Nazaret. El P. Lagrange ha tratado de invalidar esta comprobación, sosteniendo que la ciudad, el país, la patria (πατρίς), no es necesariamente el lugar de nacimiento de un hombre, sino tan solo el lugar de origen de sus padres y, en el caso presente, la localidad en que Jesús se crió. Así es, ciertamente, como Mateo y Lucas entienden que Nazaret pueda ser la patria de Jesús: vamos a ver cómo, de hecho, no pueden entenderlo de otro modo, y no existe el más ligero indicio de que Marcos pensase como ellos, antes que ellos. Por el contrario, todo nos lleva a creer que son ellos los que interpretaron la tradición de Marcos, que no podían rechazar, y quienes la pusieron de acuerdo con su propia manera de considerar la cuestión.

§ 2
     Uno y otro afirman que Jesús nació en Belén. Belén de Judea, dice Mateo, II, 1 (Вηθλεέν τής ‘Іουδαίας); la ciudazd de David, agrega Lucas, II, 4 (είς πόλιν Δαυείδ). Según el primer Evangelista, era allí donde vivían José y María antes del nacimiento del niño; según el tercero, allí es adonde van, desde Nazaret, para hacerse empadronar en el lugar de origen de su familia, en cumplimiento de la orden del emperador. El pueblecillo de que tratamos se encuentra todavía hoy a nueve kilómetros al sur de Jerusalén. No se puede negar la contradicción entre ambas tradiciones: Marcos cree que Jesús nació en Nazaret, Mateo y Lucas que nació en Belén de Judá, de la cual el profeta Miqueas había dicho (V, 1), como Mateo, II, 6, recuerda oportunamente: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente muy pequeña entre los príncipes de Judá, ya que de ti saldrá un guiador, que apacentará a mi pueblo, Israel.” Esta predicción corresponde a la esperanza, largo tiempo mantenida entre los judíos, de una renovación de Israel por un davidiano inspirado por Yahvé.

§ 3
     Existía otra Belén, situado en el antiguo territorio de la tribu de Zabulón, a unos 11 kilómetros aproximadamente al norte de Nazaret. Se da cita en el libro de Josué (XIX, 15). Algunos críticos han considerado con simpatía la hipótesis de que hubiese producido una confusión entre dos pueblecillos de un mismo nombre, y que el más conocido de ambos, aquel que el profeta Miqueas había designado como la futura patria del Mesías, había suplantado al otro; pero que era en Belén de Nazar o Nesar  -así se llamaba el Belén galileo- donde había nacido Jesús. Esta sugestión no la confirma ningún texto ni tiene posibilidad ninguna de ser fundada. La tradición que ha fijado en Belén el nacimiento de Cristo, no tenía necesidad, para formarse, de un recuerdo histórico; solo apelaba a un texto profético, el de Miqueas, en el cual encontraba la mejor de las confirmaciones. Ya que Jesús era el Mesías anunciado por los Profetas, ¿no se imponía que justificase la predicción de Miqueas y viniese al mundo en Belén, en la ciudad de David? Esta necesidad autenticaba por sí sola el acontecimiento, sin que hubiese necesidad de otro testimonio.

§ 4
     No hay que olvidar que las historias de la infancia, que figuran en nuestros Evangelios de Mateo y de Lucas, tienen la misma procedencia y pertenecen a la misma familia que los relatos de los Evangelios apócrifos. Ahora bien, el Protoevangelio de Santiago, por ejemplo, o el Evangelio de Pseudos-Mateo, no vacilan en fijar en Jerusalén la morada de los padres de Jesús, antes de su nacimiento, porque necesitan el marco de dicha ciudad para colocar en él los comienzos de su maravillosa historia. Los hagiógrafos no tienen realmente en cuenta más que sus propias intenciones y siempre encuentran la manera de subordinarles los recuerdos más o menos verídicos de la tradición.

§ 5
     Ni la visita de los Magos, ni la aparición de la estrella milagrosa, ni la degollación de los Inocentes reposan sobre otro fundamento que la imaginación hagiográfica que ha combinado todo el relato. Es distracción de erudito tratar de descubrir sus fuentes y de aislar sus elementos, que no tienen relación ni con la historia verdadera de Jesús, ni con una tradición primitiva.

§ 6
     El nacimiento en el establo, la visita de los pastores, las manifestaciones angélicas, son otros tantos cuadros que nuestro Evangelista ha trazado brillantemente y cuyos elementos es posible encontrar, como se ha hecho con respecto a otras escenas de Mateo: pero que, como ellas, son del exclusivo dominio de la pura hagiografía sin contacto con la realidad.

§ 7
     La supervaloración cristológica que se señala en Pablo y en la literatura de Juan aleja rápidamente a los fieles de toda investigación sobre la infancia humana del “Salvador”, considerada cada vez más exclusivamente desde el ángulo escatológico. Y cuando, con los Apócrifos, tanto el Evangelio de la infancia, el Protoevangelio de Santiago, el Pseudos-Mateo, el  Evangelio de Tomás, la Historia de José el Carpintero, la piedad cristiana se encontró llevado de nuevo a considerar la infancia de Jesús, fue para encontrarla toda florida de maravillas singulares por las cuales se había afirmado el poder divino de Cristo desde el momento de su nacimiento hasta el del comienzo de su vida pública en Israel. No se tendía a restablecer o a completar hechos históricos: una colección de milagros extravagantes no se puede confundir con una crónica. En este caso no se trata sino de una especie de delirio hagiográfico, destinado a exaltar la fe de unos hombres crédulos y que atravesó varias crisis desde el siglo II al V; ya que los escritos que han hecho llegar hasta nosotros el testimonio de sus manifestaciones, si bien se remonta a veces en su forma primera a los últimos años del siglo II, nos ha llegado en un texto varias veces revisado, refundido y aumentado hasta los umbrales de la Edad Media.

§ 8
     Así, pues, si bien es cosa asegurada que Jesús no nació en Belén, como lo dicen Mateo y Lucas, no está probado que naciese en Nazaret, como creen Marcos y Juan. Todo lo que se puede decir es que no es materialmente imposible, ya que Nazaret estaba en Galilea y que la más antigua tradición no ha olvidado que Jesús procedía de Galilea; pero la conclusión que la prudencia crítica y la circunspección imponen, es que no sabemos nada acerca de ello, y, sin duda, jamás sobremos nada. A partir del momento en que se comprendió que debía haber nacido en Belén y, por otra parte, que el Nazareno quería decir “el hombre de Nazaret”, el nombre de su patria chica, que era ya indiferente y que hasta constituía un estorbo para la fe, no podía hacer otra cosa sino borrarse y desaparecer.

§ 9
     Diremos que Jesús nació en Galilea, sin tratar de precisar más. ¿En qué fecha? Esta es otra cuestión obscura, y muy discutida.



CUARTO MANIFIESTO. La existencia histórica de Jesús




Por Charles Guignebert

EL NOMBRE: JESÚS NAZARENO

I. El problema

§ 1

Una vez admitida la existencia histórica de Jesús, nos enfrentamos con el problema que plantea su nombre: Jesús Nazareno. Si nos remitimos a nuestros evangelistas, su nombre propiamente dicho era Jesús, y Nazareno no representaba, bajo la forma de una especie de sobrenombre, otra cosa que la indicación de su lugar de origen, ya que no de su nacimiento: Jesús procedía de Nazaret. La cosa es bien sencilla. En realidad, nos sentimos inclinados a sospechar que lo es demasiado, al recordar que los antiguos, en general y los antiguos judíos en particular, atribuían al nombre de los hombres y de las cosas un valor a la vez metafísico, místico y mágico, suponiéndose que en él se expresaba su fuerza, su virtud, su fuerza, su virtud virtus, dynamis) propia. El nombre de un dios, por ejemplo, el verdadero, aquel cuya revelación aportaba el conocimiento (gnosis) al iniciado o al fiel, se suponía que encerraba, por decirlo así, la esencia de su ser divino. He aquí los términos en que un devoto de Poimandrés, dios sincretista heleno-egipcio, se dirige a Hermes: “Sé tu nombre, que procede del cielo; conozco también tus formas diversas… Te sé, Hermes, y tú a mí; yo soy tú y tú eres yo.” Igualmente, la Biblia advierte a veces que es el propio Dios quien ha elegido de antemano el nombre que han de llevar los personajes a quienes destina para desempeñar un gran papel. Así lo ha hecho con Ismael (Génesis, XVI, II), y con Isaac (Génesis, XVII, 19). Josefo (Antigüedades, II, IX, 5) nos dice lo que hizo igualmente con Moisés, y el Rabí Eliezer sabe que “seis personajes recibieron su nombre antes de su nacimiento; son éstos Isaac, Ismael, Moisés, nuestro legislador, Salomón, Josías y el nombre del Mesías”. Y no se ignora, por otra parte, que comúnmente se suponía, aun fuera de Israel, que el nombre de Yahvé encerraba un poder tal que los paganos lo utilizaban con confianza en sus encantamientos mágicos. En Israel, era por sí mismo objeto de un verdadero culto. Finalmente, los escritos del Nuevo Testamento atestiguan repetidas veces el poder del nombre del Señor Jesús. Me limitaré a citar aquí un texto, famoso por lo demás entre todos: el que se contiene en la Epístola a los Filipenses, II, 9-10. Pablo acaba de recordar que el Señor se mostró obediente a Dios hasta la muerte, y agrega: “Por lo cual, Dios también le ensalzó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y en los infiernos.” En otros términos, el nombre de Jesús tiene un poder propio sobre la creación entera, y los espíritus del mundo, los que mandan en los elementos y en los astros, se inclinan en cuanto lo oyen.
Estas consideraciones, que no desarrollo, porque volveremos a encontrarlas, bastan para ponernos en guardia contra una interpretación puramente humana, trivial y vulgar, del nombre de Jesús Nazareno. La opinión que parece razonable y verosímil, por poco que se reflexione en ella, es la de que los primeros fieles de Cristo, aquellos que, precisamente, reconocieron que era Cristo= el Mesías, lo designaron con un nombre que le colocaba por encima de la humanidad y expresaba su cualidad divina. Así es como Pablo entiende Jesús, y si los Evangelistas –quiero decir los redactores cuya obra ha llegado hasta nosotros– no parecen entenderlo de igual modo, tal vez sea porque proceden de unos medios en los cuales se ha perdido el sentido del arameo.

§ 2

II. Jesús Nazareno

El griego ‘Іησοϋς, que nos dan nuestros Evangelios y Pablo, no es sino una transcripción de la forma hebraica postexiliana Jeschuah, derivada a su vez de una forma más antigua, Jehoschhuá o Joschuá, que expresamos por Josué. En la Biblia griega, Joschuá (Éxodo, XVII, 10), Jehoschuá (Éxodo, III, 1) y Jeschuá (Nehemías, VII, 7; VIII, 7; Viii, 17) se expresan uniformemente por ‘Іησοϋς. El viejo nombre, durante largo tiempo abandonado, reaparece, en su forma nueva, hacia 340 y se hace muy corriente en las proximidades de nuestra era. Su sentido primero y etimológico es Yahvé es socorro, o el Socorro de Yahvé. Hay que convenir en que para un profeta, para un portador del Espíritu Santo, se trata de un nombre predestinado. Advirtamos que tal es la opinión de los redactores de Mateo y de Lucas, quienes, uno y otro, hacen remontar la elección de este nombre a la voluntad de Dios y lo relacionan con la obra divina que debe realizar quien lo lleva. Es también digno de notarse que, habiendo recordado Mateo, I, 23, para aplicárselo a Jesús, el pasaje de Isaías, VII, 14, en el que se anuncia el nacimiento de un niño milagroso que ha de llamarse Emmanuel (Dios está con nosotros), no se asombra de la orden divina que impone al hijo de María un nombre distinto al de Emmanuel. Quiere decir que, en su opinión, Jesús y Emmanuel son equivalentes.

§ 3
En verdad, se puede argumentar con el texto de Mateo que acabo de citar, para sostener que los padres de Cristo le llamaron Jesús cuando nació; de no ser así, ¿por qué sus fieles no hubieran tratado de hacerle una aplicación más inmediata de la profecía, llamándole Emmanuel mejor que Jesús? Basta, por desgracia, para deshacer este argumento, con pensar que no se imaginó inmediatamente entre los cristianos el uso que se podía hacer del texto de Isaías y que parece casi seguro que el nombre de Jesús estuviese fijado antes por el uso, como propio del Mesías, del Sóter, y, en Pablo, del gran Obrero de las obras de dios.

§ 4
La explicación del sobrenombre de Nazareno ofrece las mayores dificultades. Los redactores evangélicos cuya obra ha llegado hasta nosotros, creían ciertamente que Jesús el Nazareno (ό Ναζωραίος o ό Νζαρηνος) era Jesús de Nazaret. Leemos en Mateo, II, 23, que a su vuelta de Egipto, los padres de Jesús fueron a habitar en “una ciudad llamada Nazaret, a fin de que se cumpliese lo que había sido anunciado por los profetas: que sería llamado Nazareno” (Ναζωραίος). Lucas, I, 26, nos representa Nazaret como el lugar en que habitaban José y María. De él parten para ir a empadronarse en Belén, y a él vuelven después de la Natividad; es su ciudad (Lucas, II, 39: πόλις έάυτών). Sería fácil multiplicar las citas de igual sentido. La afirmación de nuestros cuatro Evangelistas es tan clara que ha merecido hasta nuestros días el asentimiento de la casi totalidad de los comentaristas y de los historiadores. Existe hoy en Galilea un pueblecillo que se llama Nazaret; está situado “en un pliegue del terreno ampliamente abierto en la cima del grupo de montañas que cierra al norte la llanura de Esdractón” (Renan), y cuenta de tres a cuatro mil habitantes. ¿No parece natural creer que es de este pueblo del que se trata en nuestros textos evangélicos? La mayor parte de los críticos de hoy día lo cree así, en efecto. Y sin embargo, no ha mucho se suscitaron serias dudas, que es imposible pasar por alto ya sin un examen y que parece, incluso, ganar rápidamente terreno en el dominio de la exégesis.
§ 5
Una primera observación bastante inquietante se impone al erudito: en ningún texto antiguo, pagano o judío, se menciona Nazaret. Prescindiremos sin dificultad de los escritos p0aganos, porque si el pueblecillo galileo no desempeñó un papel importante en las revueltas judías y si no atrajo a los colonos griegos o romanos, la obscuridad que le rodea no tiene por qué sorprendernos. No sucede lo mismo con los textos judíos. Ahora bien, no encontramos el nombre de Nazaret ni en la Biblia, ni en la literatura talmúdica, ni en los libros de Josefo, pese a su gran conocimiento de las cosas de Galilea, país del cual nos enumera una gran cantidad de ciudades y de pueblos.

§ 6
Solo se puede debilitar la impresión enojosa que produce esta unanimidad en el silencio, pero no se la puede borrar por completo. Naturalmente, los mitólogos la han explotado a fondo y se han esforzado en demostrar que la existencia de Nazaret en tiempos del nacimiento de Jesús no es más que una ficción geográfica. Su argumentación, si no es convincente, tiene por lo menos el mérito de plantear la cuestión y de iluminar sus diversos aspectos.

§ 7
La palabra que nosotros escribimos Nazareno se nos presenta en realidad bajo tres formas bastante diferentes: Nazarenos (Ναζαρηνός), Nazoraios (Ναζωραίος) y Nazarenos (Ναζορηνός).








TERCER MANIFIESTO DE LA POÉTICA





Por Charles Guignebert

§ 1
Las fuentes de la vida de Jesús

1. Los testimonios paganos

La carencia de testimonios paganos y judíos sobre la persona y la vida de Jesús parece inconcebible a gran número de nuestros contemporáneos. ¿Cómo ha podido pasar hasta ese grado inadvertido en su época un personaje que ha ocupado tal lugar en la historia, cuando menos por su descendencia espiritual? Esto es, dicen, inverosímil e increíble. Unos salvan la dificultad sosteniendo que el silencio de los textos sólo es aparente, y los otros persuadiéndose de que Jesús no ha tenido jamás sino una existencia supuesta, no siendo otra cosa que la personificación de un mito.

§ 2
Se necesita mucha buena voluntad y un gran deseo de aprender, a toda costa, algo, de quien no dicen nada, para encontrar en tres o cuatro pobres frases de Tácito, de Suetonio, de Plinio el Joven, de Celso, y hasta de un pretendido Pilato, la certeza de la existencia histórico de Cristo y algunas briznas de enseñanzas sobre su vida.

§ 3
Tácito (Anales, XV, 45) refiere que Nerón, importunado por los rumores infamantes que le atribuían el incendio de Roma (julio del 64), intentó descargar la responsabilidad de la catástrofe sobre aquellos a quienes el vulgo llamada cristianos. “Su nombre –añade– le venía de Cristo, quien bajo Tibero, fue enviado al suplicio por el procurador Poncio Pilato”. Diversos críticos, entre otros Drews, han pretendido demostrar que el pasaje en cuestión no era sino una interpolación debida a una pluma cristiana; pero no lo ha logrado, ya que un cristiano hjubiese hablado de sus hermanos en otro tono. Pero autenticidad no es en sí exactitud: ¿de dónde sacaba Tácito la afirmación de que Cristo había perecido de muerte violenta bajo Poncio Pilato? Se ha supuesto que había tenido conocimiento de un informe del procurador, depositado en los archivos del Estado. ¿Conocimiento directo? No es nada probable, ya que dichos archivos no se abrían para los particulares: lo sabemos por el propio Tácito. ¿Conocimiento indirecto, de oídas? Lo ignoramos. ¿No lo tendría por algún relato pagano, como las Historias de Plinio el Viejo, hoy perdidas? No se ha pensado en ello; por desgracia, no se trata más que de una hipótesis, y, por otra parte, no podemos dejar de preguntarnos si Plinio mencionaba la muerte de Jesús. Además, si la composición de los Anales se sitúa hacia el 115, es evidente que los elementos de la tradición cristiana referentes a la vida de Cristo debía de estar a la sazón lo bastante vulgarizados para que la información de Tácito dejase de ser eco de un rumor comúnmente aceptado. Basta con que tal cosa sea posible para que el crédito de nuestro texto quede anulado.

§ 4
La autoridad de Suetonio vale menos todavía. En su Vida de Claudio (cap. XXV) se lee: “Arrojó de Roma a los judíos que se agitaban sin tregua por instigación de Chrestus.” Parece ser que hoy se cree generalmente que este Chrestus era propio Cristo, de quien los fieles decía y repetían a porfía que residía y actuaba en medio de ellos. Bastaba para equivocar a un hombre mal informado que entendiese en sentido recto lo que ellos decían en espíritu.

§ 5
El texto de Suetonio puede contribuir a probar que había cristianos en Roma hacia el año 50, o sea, dos décadas después de la fecha tradicional de la muerte de Jesús, y que hacían en esta ciudad propaganda entre la judería; pero es incapaz de garantizar ni la muerte, ni aun la existencia histórica de Cristo.

§ 6
Bien conocida es la carta (Epístolas, X, 96) que Plinio el Joven, gobernador a la sazón de Bitinia, escribió al emperador Trajano, el año 112, acerca de los cristianos que descubría en torno suyo. En ella leemos que había hecho detener a cierto número de personas, las cuales le confesaron que se reunían antes del día para cantar a Cristo, como a un dios, un himno en estrofas alternadas. Se necesita sin duda una buena voluntad intrépida para hacer figurar este aserto en el número de los testimonios admisibles presentados en favor de la historicidad de Jesús.

§ 7
Celso, que, hacia 180, compuso contra los cristianos un libro cuya refutación hecha por Orígenes, a mediados del siglo siguiente, nos ha conservado, según parece, lo esencial, conocía, al menos sumariamente, la historia tradicional de Cristo, a la cual hace alusiones muy claras; pero como no ignoraba la literatura evangélica –cosa que vemos claramente– y como no hay nada que nos permite creer que disponia de otra fuente de información respecto a Jesús, lo que dice de este no prueba nada en sí y vale exactamente lo que pueda valer la tradición evangélica.

§ 8
Réstanos Pilato, cuyo testimonio sobre la Pasión han invocado gustosamente los cristianos, remitiendo a sus contradictores a una relación que se supone dirigida a Tiberio por el procurador. Justino, el primero, da el ejemplo de esta confianza en el documento oficial y Tertuliano sigue sus pasos de manera resuelta.

§ 9
La cuestión no está en saber si ha existido un informe de Pilato –se puede, si se quiere, conceder que es probable–, sino en dejar sentado que por lo menos uno de los cristianos que han afirmado la existencia de dicho informe lo ha visto, lo ha conocido realmente. Ahora bien, todo tiende a probar que Justino –tal vez el primero ha supuesto que existía, que Tertuliano ha creído a Justino por su palabra, sin más precauciones, y que después un falsario tardío, en los siglos IV o V, forjó, basándose en la autoridad de Tertuliano, el documento que ha llegado hasta nosotros, y en el cual, además, se reemplaza con el nombre de Claudio el de Tibero que es el que debía esperarse. Πόντιος Πιιλάτος Кλαυδίω χαίρειν, leemos, en efecto, al comienzo del escrito*. En todo caso, no podemos basar nada en un apócrifo indefendible. Otro tanto digo de la tan famoso cata de Léntulo, pretendido gobernador de Jerusalén, dirigida al senado y al pueblo romano, acerca de la persona y la enseñabnza de Jesús. Se trata de una superchyería ridícula de origen medieval que todavía sigue, en nuestros días, engañando a algunos.

§ 10
Repito que haríamos mal en asombrarnos de la aflictiva indigencia de estos testimonios profanos: los paganos del siglo I y de la primera mitad del II no tenían los mismos motivos que nosotros para interesarse en Jesús. Sin duda, en su mayor parte, y desde la época de los primeros Antoninos, habían oído pronunciar su nombre, acompañado de diversas calumnias y de cuentos absurdos; pero por lo demás, ni en su nacimiento en una aldea remota de Galilea, de una familia humilde perteneciente a la raza judía despreciada y envilecida, ni en su breve e insignificante carrera, terminada por un golpe trivial de autoridad, ni en una enseñanza que tanto por su fondo como por su forma no tenía por qué interesar a los griegos y a los romanos, había nada que pudiese retener la atención de un historiador del siglo, si una casualidad cualquiera la hubiese despertado por un instante. Basta, para convencerse de ello, ver con lo que Tácito se contenta. Sólo en la segunda mitad del siglo V, será cuando ante el crecimiento de la Iglesia, se avivará la curiosidad de los hombres de estudio; pero entonces esta atenderá mucho más a la doctrina y a la vida de los cristianos que la persona histórica de su Señor.

§ 11

II Los testimonios judíos

Sorprende mucho más el silencio de los escritores judíos acerca de Jesús. Tenemos a Filón de Alejandría, un hombre cuyo horizonte era ciertamente muy amplio, un hombre muy instruido y activo a favor de Israel. Había nacido treinta años antes del comienzo de la era cristiana y no murió hasta cincuenta y cuatro años después. Ahora bien, en más de cincuenta tratados que nos han quedado de él, es imposible descubrir ni siquiera una alusión a Jesús o a sus fieles. Se ha hecho notar que Alejandría, donde él vivía, no mantenía tal vez muchas relaciones con Galilea; que la atención de un filósofo no tenía por qué fijarse en los movimientos del fanatismo popular, entre los cuales, sin duda, se contaba la aparición de Jesús, de quien pudo no saber nada o despreciarlo lo bastante para no hablar de él. Admitamos esta verosimilitud. Pero tenemos también a Justo de Tiberíades, nacido en Galilea por la época en la que se dice que Jesús murió; Justo de Tiberíades vivió en la comarca, entre los hombres a quienes imaginamos conmovidos aún por la predicación evangélica, hombres a quienes animó y mandó durante su rebelión contra Roma; ahora bien, en ninguna de sus dos grandes obras, una historia de la guerra de la independencia y una crónica que comprendía desde Moisés a Agripa II (muerto en 100 d. de C.), ocupaba Jesús el menor lugar. Positivamente lo atestigua Focio que conocía ambos libros. ¿Tenemos más suerte con Josefo, el gran cronista judío, nacido en 37 ó 38 y muerto a finales del siglo, hombre perfectamente al corriente de las cosas de Galilea? Todavía se sigue diciendo algunas veces. En sus Antigüedades judías (XVIII, 3), leemos esta asombrosa página: “En aquel tiempo, vivió Jesús, hombre prudente y sabio, si es que se le puede llamar hombre, pues realizó obras maravillosas y enseñó a los hombres que reciben con gozo la verdad. Y arrastró tras sí a no pocos judíos y a no pocos griegos. Este era el Mesías (ό Χριστός οϋτος ήν). Y los principales de entre nosotros lo denunciaron. Pilato lo hizo crucificar, pero aquellos que lo habían amado desde el primer momento no renunciaron a él. Porque se les apareció después de haber vuelto a la vida al tercer día. Los profetas divinos, por lo demás, habían predicho esto de él y otros muchos prodigios. Todavía existe hoy la raza de los cristianos, que han recibido de él su nombre.” He subrayado las frases que un judío no hubiese escrito jamás, a menos de correr inmediatamente después a ser bautizado. La deslumbrante inverosimilitud de dichas frases fue denunciada a principios del siglo XVIII por un filólogo suizo llamado Otto, y hoy todos los críticos las ven tales como son. Sin embargo, la discusión permanece abierta sobre la cuestión de saber si nos encontramos en presencia de un auténtico trozo de Josefa, ampliado por un cristiano, o de una simple superchería cristiana. Por mi parte, me atengo a esta segunda opinión.

§ 12
Concedo que el estilo de Josefo está hábilmente imitado, lo cual tal vez no era muy difícil; pero el pequeño desarrollo, incluso corregido como se propone, corta el hilo del discurso en el cual se ha introducido. Y, si la falsificación es antigua, ya que Eusebio, a principios del siglo IV, conocía nuestro texto y lo aceptaba confiado, los más antiguos Padres de la Iglesia la ignoraron. Orígenes, por ejemplo, nos dice que Josefo no creía que Jesús fuese el Mesías; lo cual quiere decir que no leía, en su ejemplar de las Antigüedades judías, el ό Χριστός οϋτος ήν que más arriba he subrayado. Acaso esté permitido deducir de esto que cuando la interpolación se impuso fue en la segunda mitad del siglo III.

§ 13
Todavía encontramos en otro pasaje de las Antigüedades (XX, IX, 1), una pequeña frase en la que figura el nombre de Jesús. Refiriéndose a Santiago, dice que era “el hermano de Jesús llamado Cristo” (τόν άδελφόν ’Іησοϋ τοϋ λεγομένου Χριστνϋ). Para que Josefa, dicen, nombrase aquí a Jesús como de paso y sin insistir, era preciso que hubiese ya hablado de él antes y con detalles. Este argumento sólo valdría en el caso de que la autenticidad de la alusión no dejase lugar a dudas, Se trata de hacer que la apoye Orígenes, quien, según se pretende, la conoció y se refiere a ella por tres veces. Pero lo que, por tres veces recuerda Orígenes, siguiendo a Josefo, es la muerte de Santiago, hermano de Jesús llamado Cristo, y como, las tres veces, acompaña a esta referencia, siempre según Josefo –dice él–, la mención de los castigos divinos que la muerte del Justo acarreara a los judíos y de los cuales no dice una palabra nuestro texto de las Antigüedades (XX, IX, 1), hay motivos para creer que Orígenes disponía de una edición muy diferente de la nuestra y fuertemente cristianizada. Se ha objetado que pudo citar de memoria y mezclar a sus reminiscencias de Josefo recuerdos procedentes de Hegesipo, el cual establece en efecto una relación entre la muerte de Santiago y la ruina de la Ciudad santa. Es fácil de decir; pero a mí me cuesta trabajo creer que Orígenes haya cometido por tres veces la misma confusión.

§ 14
El pasaje de Hegesipo en el que Orígenes puede haber pensado, lo conocemos por Eusebio (H. E. II, XXIII, 4 sigs.) Ahora bien, el mismo Eusebio cita (H. E., II, XXIII, 20) como de Josefo una frase totalmente análoga a la que Orígenes parece haber conocido y que no figura en nuestros manuscritos. Se ha dicho que pudo haberla tomado sencillamente de Orígenes, pero yo no lo creo en absoluto ya que la anuncia como una cita directa, y algunas menudas diferencias con relación al Contra Celso, I, 47, demuestran que no nos engaña. Y, al comprar los tres pasajes precitados de Orígenes, se advierte sin trabajo que no ha alterado en modo alguno sus recuerdos o confundido sus referencias, sino que, las tres veces, se ha remitido a su Josefo, que no era idéntico al nuestro.

§ 15
Me parece verosímil que Josefo no nombrase a Jesús en parte alguna, y que los cristianos –y tal vez también los judíos, con un ánimo distinto– se afligiesen y asombrasen pronto de este silencio, remediándolo lo mejor que pudieron por medio de retoques realizados en diversas épocas y en diversos lugares sobre manuscritos diferentes del cronista judío. Así se explica que Orígenes no hubiese leído en su ejemplar de las Antigüedades el texto de XVIII, III, 3 que he traducido más arriba, en tanto que Eusebio lo encontraba en el suyo; que el mismo Orígenes, y Eusebio después de él, hayan leído en otro contexto distinto al nuestro la mención de Cristo que nuestros manuscritos dan en Antigüedades, XX, IX, 1, y también que hayan podido encontrarse en otras partes pretendidos fragmentos de Josefo relativos al cristianismo.

§ 16
Tal sería el fragmento que viene a decir así: “Josefo, vuestro historiador, que ha hablado de Cristo como de un hombre justo y bueno, marcado con la gracia divina, el cual, con sus milagros y prodigios, benefició a muchos.” Tales serían también los fragmentos traducidos al alemán y publicados por Berendts en 1906, de un texto viejo eslavo.

§ 17
Parecía haberse llegado a un acuerdo sobre su falta de autenticidad en el tiempo de su publicación, a consecuencia de un estudio de Schürer, considerado como decisivo por la casi totalidad de los críticos, pero recientemente, Roberto Eisler ha apelado de este juicio y ha consagrado a rehabilitar el Josefo eslavo una tenacidad meritoria, servida por una erudición muy extensa y un ingenio inagotable. Ha hecho algunos prosélitos, uno de ellos Salomón Reinach; pero, hasta ahora, que yo sepa, no ha convencido a ninguno de los cristianizantes a quienes hubiese debido comenzar por convertir. Por mi parte, declaro sin ambages que las conclusiones de Eisler me parecen inaceptables y que el método por el cual llega a ellas es, a mi juicio, la negación misma de la crítica y de la historia. Por lo demás, tendré ocasión, en el curso de esta obra, de dar mi opinión sobre algunas de las afirmaciones que rechazo aquí en bloque.

§ 18
Sin extraviarse hasta caer en la paradoja y sostener, como se ha hecho, que el silencio de Josefa es tal vez la mejor garantía que tenemos de la existencia de Jesús, es posible descubrirle bastantes buenas razones.

§ 19
Digamos ante todo que Josefo no es naturalmente escrupuloso; en absoluto. Según parece, redacto su Guerra judía al principio para uso de sus compatriotas y en su lengua; pero no es esta la versión en que ha llegado hasta nosotros, ya que Eisler no nos ha convencido de que el pretendido Josefo eslavo nos suministre sus más importantes pasajes. La que poseemos, es una obra destinado a los greco-romanos y que, consagrada a disponer mejor su ánimo con respecto a Israel y su religión, había de evitar que su atención se detuviese sobre lo que podía serles desagradable o antipático. Así, pues, vemos a nuestro apologista disfrazar de opiniones filosóficas las diversas concepciones religiosas de sus compatriotas, que corrían el peligro de que a los goyin les parecieran singulares; o desfigurar por completo la esperanza en la resurrección, tan viva a la sazón en Palestina, pero que sabía que repugnaba mucho a los occidentales. Sobre todo, se guardó de hablar a sus lectores del mesianismo, el cual, de un modo inevitable, hacía aparecer a los judíos como unos rebeldes irreconciliables. Apenas si, tanto en las Antigüedades como en la Guerra judía, es posible notar acá y allá algunas breves indicaciones referentes a la gran esperanza del pueblo judío; en estas obras se presenta a Juan Bautista con detalles bastante minuciosos, pero no se hace la menor alusión a su predicación mesiánica; suprimida la cual, su figura es ininteligible. A decir verdad, solo se trata de él con ocasión de las dificultades que la muerte del profeta creó al tetrarca Herodes Antipas (Ant., XVIII, V, 2). Sin embargo, Josefo está persuadido de que llegará un día en que todos los hombres acepten la Tora, y esta convicción se relacionado demasiado estrechamente con la esperanza mesiánica para no suponerla. Por esta razón, ha necesitado alguna audacia este vulgar tránsfuga para reconocer en la fortuna de Vespasiano la realización de las ilusiones mesiánicas que había alentado y sostenido la gran insurrección. ¿Por qué, pues, habría de detenerse en la aparición de uno de aquellos peligrosos iluminados que habían creído apoderarse de la quimera y de los que la autoridad romana se había desembarazado por medio del suplicio? Se advierte que Josefo conoció sin duda alguna la secta cristiana en Roma; si no dijo nada de ella, fue probablemente porque la juzgaba comprometedora para su pueblo, y eso ha podido impedirle hablar de Jesús.
§ 20

Más simplemente –y esta es la hipótesis que, entre todas, creo preferible–, pudo ocurrir que Josefo, lo mismo que Justo de Tiberíades, no estimase digno de atención el surgimiento de Jesús, a causa de que, de hecho, solo había tenido una importancia insignificante en la historia judía de su época. Por otra parte, hay otros personajes de peso –en nuestra opinión– a quienes Josefo no nombra siquiera, tales como Gamaliel, Hillel, Johanán ben Zakkai, y que, sin embargo, ofrecen todas las posibilidades haber tenido más importancia a sus ojos de la que jamás tuvo Jesús. Todo lo cual demuestra que no hay motivo para utilizar este silencio como argumento contra la existencia de Jesús.

§ 21
Se han buscado algunos datos precisos en la literatura rabínica, en la que a veces se habla de Jesús. Pero si bien las partes más antiguas del Talmud, compuestas de sentencias morales que se pretenden procedentes de la enseñanza de los viejos maestros, pueden ayudarnos a comprender la formación intelectual y religiosa del Nazareno, no nos enseñan nada acerca de su vida. Nos ayudan a ello en tan escasa medida como pudiera hacerlo una antología de las sentencias de Goethe, si se tratase de demostrar la existencia de Federico el Grande y de componer su biografía. Probablemente hacia el año 80 y, según dicen, a instigación del rabí Gamaliel II, se introdujo en las Dieciocho bendiciones (Shemoné Esré), oración que el judío piadoso debe repetir tres veces al día, una maldición contra los apóstatas y los minim. Se ha discutido abundantemente y se sigue discutiendo aún sobre la definición de los minim, de los que se ha podido sostener que eran los herejes en general, a causa de que el Talmud de Jerusalén habla de veinticuatro sectas de minim, pero es difícil negar que los herejes por excelencia sean desde hora temprana, a juicio de los doctores judíos, los cristianos. Los Padres de la Iglesia han sabido perfectamente que sobre quienes caía la maldición de la Sinagoga era sobre Cristo y lo suyos. La Sinagoga no nos entera de nada respecto a la persona de Jesús. Ya en el siglo II circulaba la leyenda judía del adulterio de María con el soldado Pantera o Pandera, leyendo que Celso conoce; y que se explica por la necesidad de dar una interpretación de polémica a la afirmación del nacimiento virginal de Cristo, pero que no representa ciertamente ninguna tradición autónoma. Lo mismo ocurre con las maledicencias injuriosas referentes a María que se encuentran en el Talmud.

§ 22
Porque en realidad, la leyenda talmúdica de Jesús, que no se completa antes del siglo V, no comenzó a formarse hasta la separación del cristianismo y del judaísmo, es decir, después de la constitución de la tradición cristiana, y es sencillamente una deformación infamante de la cual no puede aprovechar nada el historiador de Jesús

*La carta, en su texto griego, acompañado de una traducción latina y del pasaje de Tertuliano que nos interesa, en A. Harnack, Die Chronologie, 2 vols., 1897 y 1904, 605 y sigs., en traducción latina y alemana, en E. Hennecke, Neutest. Apokryphen. Tubinga y Leipozig, 1904, 76. La substitución de un nombre de emperador por otro, se explica probablemente por el hecho de que, en la antigüedad cristiana, hubo algunas dudas acerca de la fecha de la muerte de Jesús. Se había retenido, sin duda, el nombre de Pilatos, pero no se sabía bien en qué momento había gobernado Pilato la Judea. Algunos, bajo la influencia de Juan, VIII, 17, con el que nos volveremos a encontrar, creían que Cristo tenía ya cincuenta años cuando murió, y alteraban por lo tanto la fecha de este acontecimiento. La trasposición se encuentra en Ireneo, Demonstrario.